jueves, 27 de enero de 2011

Grandes cuentos en pocas palabras 1

Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.



"Amor 77", Julio Cortázar.

martes, 11 de enero de 2011

No hay nada más triste...


La cocina es el punto de encuentro de mi casa en la calle Las Hiedras, por lo menos en invierno. A cualquier hora de la noche nos cruzamos y aprovechamos para preguntar cómo fue el día que está terminando mientras alguno calienta el agua para la bolsa que entibiará su cama, o mientras otro termina con el último bocado de la cena. Y esta vez fue justo cuando terminaba mi omelette improvisado que Ernesto, mientras encendía una hornalla al mango para que el agua se calentara pronto, me comentó:

- Vale, ¿has visto que murió María Elena Walsh?

Mi compañero de piso, madrileño de casi 36 años, doctorado en Física y actual editor de una conocida revista de ciencia, se crió escuchando María Elena Walsh, “sobretodo cuando nos íbamos por ahí de viaje en coche con mis padres y mi hermano”, aunque justo antes me había comentado que este fin de semana se va a Berlín a la fiesta donde su amigo DJ pincha por última vez antes de dejar la ciudad. La mamá de Ernesto, por esas casualidades de la vida y por esas casualidades de ésta ciudad, nació y vivió en Minas, lugar en el que conoció a su papá, un español que se encontraba eventualmente trabajando en ese pueblo del fin del mundo, donde nació la historia de amor que trajo como consecuencia a Ernesto y a su hermano.

Los papás de Ernesto "tenían todos los casettes y los escuchábamos uno detrás del otro... creo que les gustaban más a ellos que a nosotros", comentó quién ahora escucharía con más ganas algún viejo tema del punk español de los 80.

Y mi homenaje frente a la reciente noticia que tituló tantos diarios – incluso a “El País” de Madrid-, empezó al descargarme de internet un disco con una selección de sus canciones más conocidas y echarme en el sofá de casa para saborearlas una a una, sorprendiéndome al descubrirme sabiendo de memoria canciones cuyo nombre no recordaba, y dejándome arrastrar por las notas hasta los recuerdos que encabezan la historia de mi vida.

Y terminó en la cocina con Ernesto, donde escuchamos La Tortuga Manuelita, El Twist del Mono liso, el Gato Confites y El mundo al revés, intercaladas por comentarios y anécdotas aleatorias, canciones que incluso él recordaba más que yo, y que se sorprendió al leer que ella era argentina y no uruguaya.

Ernesto tiene 36 años, pero hoy cuando me palmeó la cabeza, se giró abrazando su bolsa de agua caliente y sonrió justo antes de pasar por la puerta de la cocina, volvió a tener 6.