viernes, 3 de agosto de 2007



En estos últimos tiempos tengo mucho espacio para pensar. Tampoco es que lo haga demasiado seguido, pero dos por tres lo intento. Uno de mis ejercicios más frecuentes es tratar de darle a las cosas de mi vida la dimensión que se merecen y reflexionar sobre eso. Cosas que tomo como cotidianas, comunes, pero nunca me detengo a ver el verdadero rol que juegan en mi vida. Calculo que estoy le chupará un huevo a la mayoría de la gente que lea hasta acá, pero igual voy a seguir.

Mis amigos son lo más grande que yo tengo. Y aunque suene a frase hecha o a cliché, cuando digo "lo más grande" me refiero a que es lo más importante y el factor que puede llegar a hacer que las cosas dejen de tener sentido. Saber que ellos están, que puedo mandar una señal y encontrarnos en algún espacio y en algún tiempo es algo que le da sentido a todo. Saber que van a poder calmar mi angustia, hasta extinguirla, que me van a abrir los brazos con ese importantísimo hecho de que hablando de pavadas una puede reducir su dolor, y darse cuenta de que ya pasó y que no era tan complicado.

Escuchar los dramas existenciales ajenos, que los sufro como si fueran míos, contar mis dramas existenciales, que ellos los sufren como si fueran de ellos. El abrazo, el mate, el llamado, la risa, la burla, la palabra que no quiero escuchar, las cosas que no quiero ver, los silencios, los divagues, son los que me dan color. Me colorean por dentro. Que no es poco.

Cuando salgo de un encuentro con una amiga salgo con la energía recargada. Es una sensación de plenitud y de felicidad muy profunda.

Los y las adoro y me hacen feliz de a ratitos, aunque no sea capaz de verlo.

Los y las necesito como el aire que respiro.

Y estoy y voy a estar eternamente agradecida por lo increíble de que a pesar de mi neurosis, me quieren así como soy.

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